Aunque, habitualmente, solemos asociar esta tradición con la idea de proscritos que se refugian en iglesias y conventos durante la Edad Media para huir de algún señor feudal, la costumbre es mucho más antigua y se remonta al Egipto faraónico y la Grecia clásica. En este caso, el Olimpo garantizaba la supremacía de la autoridad divina sobre los abusos que pudieran cometer los hombres, acogiendo a los perseguidos que se refugiaran en el recinto de un santuario y protegiéndolos de cualquier intento de ser capturados dentro de la morada de los dioses, supuesto que habría equivalido a la profanación de un lugar sagrado.
Posteriormente, la ancestral costumbre pasó a Roma y fue acogida por los cristianos. En La Ciudad de Dios, san Agustín enumera diversos ejemplos de militares romanos –como el capitán Marco Marcelo, en Siracusa; o el general Fabio Máximo, en Tarento– que mandaron no dar muerte ni capturar a los que se refugiasen en templos, donde estaba prohibida su profanación (…) y se refrenaba del todo el ímpetu furioso de su espada (…) así como el ejercer las violencias que en otras partes la fuera permitido por derecho de la guerra. San Isidoro de Sevilla también escribió sobre el debido respeto a los templos y que los delincuentes podían enmendar su pena mediante penitencias públicas.
Tanto en la Edad Media como en la Edad Moderna, conforme se fue incrementando el poder de las autoridades civiles se fue limitando más el uso de este privilegio, restringiéndolo a determinados delitos y no a todos los templos. Ya en el siglo XVIII, el Concordato suscrito entre Felipe V y el papa Clemente XII en 1737 distinguió entre Templos de Asilos e Iglesias Frías (Iglesias Rurales y Capillas) que fueron exceptuadas de la inmunidad local. Nuevos Concordatos fueron limitando su aplicación y, actualmente, el Acuerdo de España con la Santa Sede de 1979 ni menciona el acogimiento a sagrado.